El secreto de amarse a través de los otros

Por Gustavo Friedenberg //

Hay una suerte de común denominador en gran parte de la escena –y el cine– independiente de los últimos años, que se caracteriza por construir sus relatos en base a pequeñas historias. En muchos casos llega incluso a desdibujarse la idea de conflicto y las puestas tienen más que ver con recrear atmósferas; cuanto más realistas, mejor. Dentro de esa lógica, el lugar de los protagonistas comienza a ser ocupado por los seres más grises y monótonos; loosers, seguramente con el fin de revelar que, en realidad, toda persona esconde un misterio y un secreto que, si se lo observa de cerca, se vuelve interesante y cautivador. Y es un buen argumento pero también una trampa, porque el mérito no radica tanto en la ausencia de epopeyas y personajes grandilocuentes per se, como en el arte del buen contar, el talento para construir empatía y convertir el hecho escénico en una realidad que el espectador quiera vivir.

Andrés Romanazzi parece haber entendido muy bien la cuestión de la magia en los sucesos que podríamos denominar intrascendentes, combinada con el arte de contar de forma lúdica y empática, y Los secretos es el nombre de la pieza que escribió y dirigió. Como todo secreto, cuya esencia es la imposibilidad y –en consecuencia– la tentación de ser dicho, es una pieza de aquellas que más se opone a la posibilidad de ser pronunciada; ¿acaso hay algo nuevo que podamos decir acerca de la belleza?

El texto tiene giros impredecibles y da cuenta de una inteligencia sensible y llena de humor, pero además se apoya en dos actores que le imprimen carácter, ritmo y magnetismo: Iván Moschner nos mantiene al pendiente de la siempre próxima palabra que va a salir de su boca, como si nos quitase la posibilidad de predecir una oración que normalmente completaríamos por contexto, y así mastica las palabras haciéndonos desear que vuelva a repetir algo tan simple –y tan perverso– como “mamita”. Por su parte, Paula Fernández nos hace entrar de forma inmediata en su universo, aun antes de que lleguemos a comprender el código de la pieza; juega con el ritmo de su propio relato y nos permite ver la emoción de un personaje que, a fuerza de querer sentirla, parecería estar un poco desconectado de la misma.

Es que la ilusión y el deseo se manifiestan en esta obra como algo que, puede decirse o no, pero que nunca se termina de hacer cuerpo, que se construye como una ausencia en dos soledades, impregnando la escena de un perfume que no acabamos de comprender de donde proviene. La puesta de luces es sobria y sutil, al igual que el diseño espacial y los objetos que le dan forma, en el que conviven con total armonía elementos de naturaleza distinta y hasta opuesta; realismo y simbolismo poético.

Podría ser una obra más acerca del amor y, sin embargo se las arregla para problematizar –sin caer en lugares comunes– temas que se han vuelto tan centrales como el modo en que los dispositivos llegaron a ser un mediador infranqueable de nuestros vínculos interpersonales más íntimos y, en todo caso, como esa tecnología aplicada tampoco ha sido efectiva a la hora de neutralizar nuestro impulso primario de proyectar sobre el otro nuestros más genuinos deseos, impidiéndonos verlo como aquello que en realidad es: un otro.

Romanazzi es un joven con alma vieja, de otro modo resultaría incomprensible la lucidez con que observa nuestra humanidad y la claridad con que traduce eso que ve, en un objeto de arte maduro, acabado y lleno de detalles. Su inteligencia también radica en hacer equipo con dos actores que conoce bien de su tránsito común por la exitosa “Mi hijo sólo camina un poco más lento” dirigida por Guillermo Cacace, quien además fue su maestro. Las interpretaciones de Moschner y Fernández Mbarak se corren del naturalismo sin llevarnos al extremo de la incomodidad, nos invitan a jugar su juego como si quisieran ser descubiertos, y el espectador desea descubrirlos también. Si en algún momento nos preguntamos por el propósito de tener un músico en escena, al final descubrimos en Gabriel Motta un guiño divertido que, a la vez, vuelve a poner el foco sobre la diferencia entre el cuerpo virtual y el cuerpo presente.

La pieza forma parte de una trilogía titulada “De las veces que imagino”, de modo que esta recomendación es también una apuesta: desde luego, Los secretos es un imperdible para cualquier amante o curioso del teatro, pero habrá que estar al pendiente de las otras dos piezas de este triángulo prometedor que, por ahora, cumple generosamente.

Jueves a las 20hs en El portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034, CABA

Entradas a través de Alternativateatral.com

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